
Primera parte: “La Iluminación y la experiencia mística” (p. 27)
Hace tiempo no leía un libro que me confrontara con verdades y realidades tan incómodas sobre el sendero espiritual. Esta entrada es la primera de varias que haré con notas y reflexiones del libro: “A mitad de camino: La falacia de la iluminación prematura” de Mariana Caplan. Si sientes que hay cosas que no marchan en tu camino espiritual, quizás encuentres respuestas en esta entrada. Si te vale pepino tu camino espiritual, o sientes que estás rozando la iluminación, no sigas leyendo y mejor ponte a hacer otra cosa…
3.242 palabras, 17 minutos de tiempo de lectura.
¿Qué es la iluminación? Esta es la pregunta central que hay que hacerse. Desde luego, no hay una respuesta única y tiene muchos enfoques. En principio, este libro “se dirige de manera directa a la falsedad y la distorsión tan frecuentes tanto en los círculos espirituales contemporáneos como en nuestro interior, y no todo el mundo está interesado en esta confrontación”. En suma, el punto aquí es aceptar la realidad de la pretenciosa creencia de que por vivir experiencias espirituales o pseudo–espirituales hemos alcanzado alguna clase o nivel de “iluminación”.
Desde luego, es fácil reconocer que cuando andamos por un sendero esperamos llegar a un punto determinado; vivimos rodeados de un juego de ilusiones que soportan esa concepción: el ciclo mismo de la vida, la ilusión del tiempo lineal, la idea de dualidad–separación (que nos aporta el ego), la fugacidad de la experiencia espiritual, el velo del olvido, etc.
Los hechos refuerzan de forma casi irrefutable más la materialidad del cosmos, que la creencia misma en una manifestación espiritual materializada del Uno. Sin embargo, al penetrar la realidad material por sí misma, no queda otro camino que devolverse a preguntar: ¿Cuál es la consciencia que da forma a todo lo que existe? ¿Es esta pregunta un atisbo de “iluminación”?
El camino de la confrontación con el ego (quizás más que con el inconsciente, contradiciendo a mi ídolo – Jung) es quizás el proceso espiritual más profundo y azaroso que vivamos en nuestras existencias. Es una vía dura, dramática, dolorosa, ansiosa, desequilibrante. Desde luego, ningún camino espiritual estará lleno solo de flores olorosas, cielo azul y sol brillante, al arrullo del canto de los pájaros o el murmullo de las cantarinas aguas de un arroyo cristalino.
Si vamos caminando con esa percepción permanente, posiblemente estemos dejando de ver la realidad como es, tan completa y rica como se presenta. La autora hace la analogía del camino espiritual como el ascenso a una montaña. Algunos nos paramos en el pie de la montaña y reconocemos todo lo que nos falta, o hemos ascendido algunas partes de la falda, para luego tropezar y volver a caer más cerca de la base.
Subes, resbalas, te ruedas, aprendes, comprendes y luego vuelves a subir, siendo más consciente de los riesgos, siendo más cauto y, en el mejor de los casos, experimentando la humildad esencial de descubrir que tu aparente ascenso está lleno de caminos falsos y otros reales, de dolores, trampas, hiedra venenosa, espinas, ramas sueltas, rocas a punto de soltarse y rodar, alimañas, entre otras sorpresas.
En ciertos momentos, algunos también caemos en la trampa del “comercio” y nos compramos toda clase de accesorios y equipos para “subir la montaña de la espiritualidad” con seguridad y protección: libros, oráculos, instrumentos musicales, armas, atuendos, bastones, turbantes, tapetes de yoga, collares, kits de meditación, inciensos, tambores chamánicos (el mío está archivado), brazaletes, esencias florares, extractos de plantas, aromatizadores, velas, difusores, cristales y toda plétora de cosas “espirituales”… muchas de esas cosas llegan a nosotros en medio de un arranque emocional, para luego arrumarse y no volver a usarse jamás (Nota:¡Estoy vendiendo un par de oráculos y unos libros de segunda mano, en excelente estado a un precio de ganga!).
Mientras llenamos nuestras estanterías (porque no todo cabe en la bolsa de viaje), al mismo tiempo esperamos alguna clase de teleférico, vehículo o telesilla que nos suba rápido y cómodamente a la “cima de la iluminación”. ¿Quién quiere esperar tanto tiempo para subir?, ¿quién en su sano juicio quiere joderse los pies, las rodillas y la espalda dándose golpes por el sendero del ascenso espiritual? Aunque la cima sea visible, no significa que podamos subir a ella en línea recta. También necesitamos una brújula y saber cómo usarla.
Lo que no sabemos, es que el camino espiritual a una aparente cima fija en realidad es un camino sinuoso, lleno de subidas y bajadas, bosques, donde atravesamos toda clase de formas geográficas y en el que, por alguna razón, creemos que hay “una cima”, un punto de llegada al que llamamos “iluminación”.
Puede que coronemos muchas cimas y podamos ver el panorama desde ahí, pero también los golpes del camino, la inestabilidad del terreno, las dudas que experimentamos, las confianzas que construimos y todo ese arsenal de experiencias, son las que le dan sentido al sendero. También habrá otro descubrimiento aún más sobrecogedor: que el sendero también nos invita al servicio y servir implica descolgarnos de la cumbre en la que estemos para ayudar a otros a que descubran su camino. El desapego a la posición en la que estamos es la esencia del camino; hoy aquí, mañana acá, hoy de una forma, mañana de otra… así transcurre.
La creencia de la iluminación
El ego es un nivel de consciencia que creamos en nosotros para poder funcionar en el mundo. Es tan potente y presente, que terminamos creyendo que somos ese ego.
“No sólo se llega a creer iluminado (como si el ego supiera lo que es la iluminación), sino que cree saberlo todo. El ego presume de saber quién soy, quién eres tú, qué es verdadero, qué es falso, qué es el sentimiento, qué es el amor y qué es la verdad. Llega hasta suponer que él constituye nuestra verdadera identidad. El ego es presuntuoso y se alimenta de presunciones (p.33)”.
Desde esta perspectiva, hay que entender que la “iluminación” no tiene nada que ver con el ego y que cualquier descripción que hagamos de la misma hay que desligarla de la existencia separada del ego.
Naturalmente, otra claridad que hay que hacer es que el “ego” en sí mismo no es “malo o perverso”. El ego es una herramienta que nos permite estar en este plano y funcionar en esta tierra. Toda la experiencia que afrontamos en esta encarnación la integramos a través del influjo del ego y su aparato perceptor. El ego mismo recibe y registra.
Así que asumir o tratar al ego como un enemigo, es al mismo tiempo un peligroso juego que jugamos desde el ego (un bucle). Parece contradictorio, pero así es. Si te resistes al ego, si crees ir contra él, terminas dándole más poder porque tienes que verlo, “pensarlo” y concebirlo, darle más existencia, diferenciarlo, tangibilizarlo ¿Entiendes la sutileza del juego? Es el ego jugando a anularse y destruirse a sí mismo, lo cual es improbable.
El gran problema no es el ego mismo, sino olvidar nuestra esencia y tratar de definirnos e identificarnos con ese ego. Es como si fuéramos electricistas y nos definiéramos a través del destornillador que utilizamos… olvidando quién es la consciencia que opera la herramienta… y asumiendo que ese operador consciente es alguna clase de entidad fantasiosa y esotérica… tanto poder le damos al destornillador y tanto nos dejamos engañar por él… sobre todo porque ese es un “destornillador parlachín”, envolvente y muy hábil.
Por eso el ego (destornillador) no tiene cómo saber qué es la iluminación, porque la consciencia del espíritu es una instancia completamente diferente, atemporal, unificada. Cuando nos sentimos “iluminados” y lo gritamos a los cuatro vientos, es una “presunción” del ego… una caída en la trampa.
“En la mayoría de nosotros, es él [ego] quien guía el show de nuestras vidas. Es simultáneamente el director, el narrador, todos los actores y el crítico. Es decir, el ego dirige el espectáculo hasta que pasa a hacerlo quien realmente somos. Este cambio de ser-dirigido por-el-ego a identificamos con aquello que realmente dirige el espectáculo constituye el proceso de la vida espiritual auténtica” (p. 34).

Vanidad iluminada
Tal vez de “dientes para afuera” algunos digamos que todavía no estamos iluminados y en el fondo, después de esa experiencia mística o ese hallazgo espiritual fortuito que se nos atraviesa en el camino, privadamente pensemos que sí lo estamos porque al fin nos sentimos especiales, “escogidos”, tocados por la mano de dios e iluminados por la gracia divina que se fijó en nosotros ¡y en nadie más!
¿Logras ver el juego? Esos que cuentan como una gran hazaña que el “árbol les habló” y que el “gran espíritu” del bosque les dijo que esto, lo otro y lo de más allá, caminan por la delgada línea de la “vanidad iluminada” o de la “presunción de iluminación”. Desde luego, no tengo como negar o afirmar estas experiencias, quizás sí ocurren como las cuentan (quizás no…), pero el asunto de fondo es la forma como el ego se apropia de ellas para “sentirse especial”, y decirles a todos “miren las cosas que me pasan a mí y no les pasan a ustedes”; estas vivencias se convierten en “labial y rubor” para el ego, en un accesorio que asombra al resto de mortales que [creen] que no pueden “ver y oír” más allá de lo que sus limitados egos y cuerpos les permiten.
Parece que el término “iluminación”, si antes era difícil de asir, ahora prácticamente ya no nos dice nada. En ese andar como esponjas absorbentes a lo “espiritual”, todos nos sirve y nada nos sirve. Cualquier cosa que “suene” espiritual, venga de donde venga, funciona. Parece una idea “mercantil” como muchas otras.
La cultura tampoco ayuda
Respecto al asunto del contexto cultural, Caplan afirma:
“Como la cultura occidental ofrece muy poca educación espiritual a la mayoría de sus habitantes, la gente interesada en la espiritualidad carece del conocimiento necesario para discriminar entre lo auténtico y lo que no lo es (…). La razón de que Occidente no pueda ofrecer una educación espiritual es la carencia de una matriz cultural persistente, un contexto en la propia cultura creado y sostenido en el tiempo con el fin de proveer un fundamento amplio a los miembros de la cultura para que sean capaces de percibir y experimentar la comprensión espiritual” (p. 38–39)
En este lado del mundo, lo que hacemos es una “importación” de artefactos, pero no del contexto, visiones y tejido social necesario para que esos artefactos funcionen conectados a un sentido. Por eso nuestra desconexión y ese andar perdidos por ahí, probando de todo y picando aquí y allá. Yo mismo me siento perdido muchas veces…: me encanta la cábala, pero también el budismo, la alquimia, las religiones comparadas, la mitología, el misticismo celta y hace un par de años participé de un curso de “sanación chamánica” (basada en prácticas de indígenas de Norteamérica); pico aquí, pico allá y como que no me decido por nada… yo mismo me echo el cuento de que “soy ecléctico” (y digamos que lo soy), pero me siento como una ensalada de frutas que sabe a todo y no sabe a nada en particular…
Ciertamente, la matriz cultural, nutre, desarrolla o destruye; podemos vivir un camino espiritual por fuera de nuestra cultura, pero como individuos también nos debemos hacer conscientes del precio que pagamos. Habrá que encontrar un maestro, conectar con su linaje y vincularnos a una escuela que aporte en nuestra regulación; es aquí cuando los procesos grupales coherentes, disciplinados y sostenidos, cobran sentido.
La iluminación: El laberinto de encontrar lo que no sabemos qué es
Como ya lo hemos mencionado, intentar definir “qué es” la iluminación nos pone en riesgo de objetivar una experiencia que en la mayoría de las tradiciones espirituales se concibe como una vivencia subjetiva. Desde luego, hay puntos en común que han llevado a construir una idea más o menos homogénea en cada una de esas tradiciones, pero al final parece haber un punto común: sea lo que sea la iluminación, la hallarás tú mismo (a) y será una experiencia tan alejada del ego y de lo que las palabras pueden decir, que al final no podrás circunscribirla a ninguna definición.
En tal sentido, Caplan da la siguiente claridad:
“La principal dificultad al definir la iluminación es que lo hacemos desde las gradas y no desde el terreno de juego. La misma persona que ve el partido de fútbol por televisión y dice «Si yo estuviera ahí, ya habría marcado gol», es la que no puede disciplinarse para hacer ejercicio tres veces por semana y no puede lanzar el balón ni a cinco metros. Intentamos definir la iluminación desde una perspectiva subjetiva y conceptual, pero carece de referencia objetiva o experiencial.
Lo que pensamos de la “iluminación” es una idea creada por nuestra imaginación. La iluminación es una fantasía” (p. 49).
A esto le sumamos esos clichés alrededor de la iluminación: una cara de idiota–pacífico–sonriente todo el tiempo, una vida libre de sufrimiento y dolor, trascender toda expresión emocional “negativa”, un estado de gozo permanente, la imagen del gurú con turbante o la chica con trusa blanca haciendo asanas o acariciando flores… pura paz infinita, etc. ¿Quién no quisiera comprarse todo esto y conseguirlo rápido? La iluminación parece un ideal lejano e irreal para la vida humana promedio.
Caplan presenta diversas posibilidades de definición alrededor de lo que es la iluminación: intentos de hacer estallar la mente, una mente relajada, sensibilidad, consciencia de impermanencia, energía impersonal (¿..?), consciencia de unidad e interdependencia, darse cuenta de la propia ignorancia (oscuridad), distintos grados de despertar (profundidad y pureza), libertad en el camino espiritual . No los desarrollaré acá; dejo a cada lector la labor de explorarlos.
También hay quienes afirman (y me adhiero a esa perspectiva…) que es mejor abstenerse de hablar de la iluminación o incluso de juzgarla, porque se cae fácilmente en el riesgo de convertirla en un objeto de culto, en un fetiche, en una clase de totem o en un bien de consumo que hay que conseguir y que es “alcanzable”, comprable e intercambiable.
Aquellos que hemos probado las “mieles” del “síndrome del impostor” o que nos vemos diciendo y haciendo cosas “que no son”, sabemos de qué hablamos. Tenemos un enorme y pesado rabo de paja que arrastramos acompañado de nuestras incoherencias y nos da pánico acercarnos a la fogata de la “vida iluminada”: ¿qué tal que nos descubran?, ¿qué tal que nos quememos…? Tal vez haya que morir calcinados (como promueve la alquimia) para iluminarnos y renacer desde las cenizas…
¿Para qué buscar la iluminación?
Acá es donde de nuevo aparece el “jueguito” del ego. Cuando buscamos algo es porque lo necesitamos, nos da algo o simplemente lo queremos, así no sepamos del todo para qué. En cuanto a la iluminación como estado, esto abre un gran debate: ¿Qué pretendemos encontrar cuando queremos iluminarnos? ¿Cuál es la finalidad de fondo en todo esto?
Si empiezas a responderte este par de preguntas, encuentras la trampa. El ego quiere ser reconocido, admirado, sentir que tiene la razón y que es exclusivo o especial, imponerse, compararse, sentirse inmortal. Alcanzar la idea de la iluminación es un buen acicate para todas estas finalidades. Trátese de ambición o de vacío por llenar, “ser iluminado” es demasiado tentador en el sendero espiritual y en la idea retorcida de sentirse acabado y pleno en todos los sentidos.
El budismo y el hinduismo hablan de las motivaciones puras (del ser en unidad) e impuras (egoicas) para buscar la iluminación. Ahora bien, teniendo claro que estamos desconectados y perdidos de nuestra esencia, desde luego la mayoría de las motivaciones que tenemos son impuras. ¿Qué es todo esto? ¿Cuál es la esperanza – expectativa (apego) detrás de la motivación impura?
Antes que juzgar las motivaciones cayendo en el juego dualista, basta con comprender lo que lleva de fondo cada línea de motivación. En esencia, ambas prestan un servicio, nos ayudan a comprender quiénes somos, cuáles son las bases de nuestras heridas y desde qué lugar (observador) estamos influyendo nuestro mundo interior y exterior. Esto último es, en sí mismo, iluminador, pero al mismo tiempo riesgoso poque la iluminación en sí misma nos expone a otro tipo de sufrimiento, aunque creamos que nos hará dejar de sufrir. Más bien, la idea es adquirir grados de consciencia frente al sufrimiento.
“La toma de conciencia crea la posibilidad de no ser un esclavo de esas motivaciones y de no actuar mecánicamente de maneras egocéntricas, mientras se cree sinceramente que las propias intenciones son sagradas e inegoístas. Conocer nuestras motivaciones impuras en la búsqueda de la iluminación nos hace más auténticos, más humildes y nos aproxima a nosotros mismos y a nuestro sufrimiento, y por tanto al sufrimiento de los otros” (p. 65).
La utilidad del ego
Algo que me ha ido mostrando el camino, luego de superar la errónea y peligrosa idea de que debía “disolver o destruir el ego”, es que el ego está ahí porque es necesario para estar en esta Tierra. Todo lo que vivimos y experimentamos, se integra a través del ego (el Yo, o como lo quieras llamar…).
Cuando se apaga el ego: ¿cómo funcionamos? A eso se le puede llamar estado de coma, caer inconsciente, desmayo, lo que quieras como ejemplo; mantener el ego encendido es necesario para estar aquí … incluso, para integrar a la consciencia las “visiones” y recuerdos de tu viaje necesitas del ego, porque de lo contrario quedarás como cuando tenemos esos sueños muy interesantes, pero que una vez que despertamos no recordamos de qué iban.
¿Ves lo simple y profundo que es todo esto? Me devuelvo a la analogía del destornillador: el ego es la herramienta para funcionar en este mundo, sin él no podemos hacer girar el tornillo (mente) que regula la experiencia; la cuestión de fondo es desidentificarnos de él, dejar de creer que somos la herramienta (ego) y recuperar la consciencia de que somos el electricista (espíritu). Por eso también es necesario fortalecer tu ego, para que tenga cómo apuntalarse en la tierra y servirte de ancla cuando empiezas (empiezo) a delirar con angelitos, lecturas de oráculos, estrellitas en el cielo, “voces de elementales” y plantas parlanchinas.
Desde luego, no puedo negar la presencia de la “experiencia mística” (entendida como encuentro profundo y transformador con lo trascendente o lo divino) o de la manifestación de poderes psíquicos; la mayoría de nosotros, de un modo u otro, consciente o inconscientemente lo hemos vivido, pero queda en la esfera de lo personal la vivencia que dejan y el retorno a la realidad del ego. De nuevo, ya sea que el ego coopere (ayude a integrar) o bloquee (niegue) lo sucedido: ¿Qué interpretamos e integramos a nuestra memoria?, ¿a qué damos crédito o qué descartamos?, ¿lo usamos para sentirnos especiales y elegidos?, o ¿las usamos como fuente de inspiración en el camino?
“El gran regalo de todo verdadero sendero espiritual es que a pesar de las propias motivaciones, el sendero mismo, asistido por la guía fiable de un maestro, transformará al individuo. Dios, o la Realidad, es siempre más fuerte que el ego, y a la larga (aunque pueda ser muy a la larga) ganará” (p. 73).
¿Te suena algo de esto…? Bienvenidos los comentarios y el debate. Nos encontramos en la próxima entrada.
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