¿Quién tiene la razón?

La obsesión con tener la razón

Nos han educado (adoctrinado) para tener la razón y tener la respuesta correcta. Cuando llegamos al mundo del trabajo, más o menos para eso nos pagan. Cuando en la mente se incuba esa idea y termina volviéndose en una obsesión, nos convertimos en unos «competidores» por esencia, terminamos asumiendo que la vida y el mundo son así. Unos más y otros menos, pero fundamentemente salimos a la calle a «tener la razón», cosa que peligrosamente también confudimos con «tener la verdad».

Esa obsesión del ego ha patrocinado invasiones, genocidios, dictadores (de izquierda y derecha), exclusión, esclavitud, maltratos, expulsiones, éxodos, refugiados y conspiraciones. Todas estas enfermedades se han justificado en una supuesta creencia de tener la razón, estar en lo cierto, ser los correctos y estar separados de quienes no ver ni aceptan el mundo como somos.

Tener la dudosa creencia de que tenemos la razón también tiene el riesgo de sentir que estamos por encima de los demás; que tenemos más statutos y mayor valor de intercambio por tener la razón, etc. Cuando el mayor valor de la existencia se basa en tener la razón, culturalmente nos preparamos para buscar ser unos ganadores permanentes; tener la razón es un camino expedito para estar anulando a los demás.

En estas republiquetas de Centro y Sur América se ve constantemente esa enfermedad social. Entonces si estamos en el auto hay que llegar primero que los demás, al costo que sea; si subimos al transporte público, lo hacemos como vacas que luchan por un asiento; si hacemos fila, hacemos todo lo necesario para trampear el espacio y ganarnos unos puestos adelante. El mandato social tácito es ganar a como de lugar (trampa) porque eso «me da la razón de que ‘tengo la razón’ porque soy el que parezco más vivo e inteligente».

Pero es una inteligencia idiota, de «yeso», porque se desmorona fácil. Por eso quizás somos algunos de los pueblos culturalmente más ingenuos del planeta, porque nos encanta tener la razón de cualquier manera, pensando y creyendo cualquier cosa. Por eso figuras mesianicas como Petro, AMLO, Maduro, Chávez, Cristina F., Evo, Lula y toda este circo, prospera: por la ilusión de tener la razón y de que haya una figura en el «cielo» (palacio de gobierno) que me la de, que me refrende mi ingenuidad.

Siempre hay que vivir «derrotando» a alguien o a algo, así sea empleando métodos iguales o peores que ese otro; igualándome con él o ella, o incluso quedando moral y éticamente por debajo de estos seres… al final no importa, mientras el resultado parezca refrendar que «tengo la razón». A nuestro lado deberá existir un vencido, que perdió frente a nosotros porque: o somos los mejores, o los más inteligentes, o los más bellos, o los más ricos, o los más poderosos, o los más capaces.

Tan endeble es nuestro ego, que necesitamos esa sensación de derrota del otro para sentir que valemos algo, porque en el fondo, muy en el fondo de nuestra sombra psicológica, nos sentimos profundamente desvalidos, excluidos, aislados y disminuidos… te ataco y te minimizo primero para que no puedas ver lo inferior que me siento.

¿Qué significa tener la razón?

Es en primer lugar un evidente sesgo cognitivo llamado visión de túnel: creer que solo hay una respuesta, una núnica perspectiva, una sola realidad, una ÚNICA manera de pensar o actuar. Es una inflación del ego que cree que cuando «tenemos la razón», tenemos poder, verdad, identidad y podemos ser superiores a los demás. Esto puesto en palabras suena tan claro, tan bello y hasta sublime, pero nos olvidamos de que es uno de nuestros más poderosos motores mentales, el motor con el que gobernamos gran parte de la vida.

Tener la razón no solo tiene que ver con mi relación con los demás, también toca mi relación conmigo mismo… es más, diría con tranquilidad que la dinámica es al contrario: como nos vemos, nos tratamos y los cuentos que nos echamos, es que salimos al mundo a buscar confirmación. Me levanto, me miro al espejo y como me hable o me trate, determinará la forma como salgo a expresar mis «razones». ¿De qué son nuestras conversaciones solitarias? ¿Qué es lo que nos decimos?

Salimos a la calle y no importa dónde estemos o qué hagamos, es como si la vida nos hubiera colocado en una competencia feroz donde siempre debemos estar alertas para sobrevivir ganándole a quien se atreve a igualarse a nosotros.

¿Quién tiene la razón?

Este se un ejercicio para el que estamos poco entrenados: preguntarnos “¿quién tiene la razón?”. Habrá alguno de los dos o tres lectores de este blog, que ahora mismo reflexione y diga que hay ocasiones donde la razón es evidente… y ahí hay que hablar de los hechos. Cuando nos sustentamos en lo que pasa, tal y como se presenta (la vida tal y como es), la razón ya deja de ser una preocupación porque la naturaleza de las cosas se descubre por sí misma. Si el tronco está podrido y torcido, es evidente que en un momento se va a caer. Pensar lo contrario es ingenuidad o incluso ignorancia, negación.

Pero pretender tener la razón sin sopesar todos los hechos, las posibilidades, los antecedentes, el contexto, las aristas…, es arrogancia, ceguera. Ahí es cuando aparecen los egos y las luchas de poder interminables que arrastran relaciones, grupos, equipos, comunidades, sociedades, reinos y países en guerras costosas, desgastantes e interminables.

En este mundo en el que andamos ahora, lleno de gurús, expertos e influenciadores, ya se volvió más importante quién tiene la razón, quién la posee, que la razón misma… y todos los borreguitos andan detrás de esos profetas y sus espejitos. Al final ganan los que entienden este juego y lo juegan…

Estas discusiones para «tener la razón» y destruir argumentos son detestables, desgastantes, son una razón poderosa para cansarme (cansarnos) de la gente y sus tonterías, para optar por el aislamiento. Algunos ya evidenciamos muchos síntomas de cansancio. Tal vez nos estén derrotando nuestras razones. Los argumentos ya no importan, la evidencia es despreciable, sólo importa tener la razón. Si el político de turno saquea y empobrece el país, peor de lo que lo han hecho todos sus antecesores, ya no importa porque «me da más tranquilidad defenderlo y sentir que tengo razón por haber votado por él…».

Huyamos de la trampa de la búsqueda de la «razón ciega». Por eso la Iglesia y muchas otras religiones han perseguido el gnosticismo, porque es muy peligroso y complicado tratar de dominar a la gente que se compromete con buscar la verdad, que busca el conocimiento desde si misma, que encuentra a Dios escondido en los detalles y en todos los matices con los que se manifiesta la realidad.

La obsesión con tener la razón lleva a la mente humana al fanatismo, y el fanático lo único que quiere es defender su su creencia y su razón, no acceder a las verdad. Para el fanático ningún argumento servirá, sólo jugará armado con el atropello de un ego que a toda costa quiere ganar. Para ese ego sólo existe su verdad, porque no tener la razón significa perderse como persona, dejar de existir desde el narcisismo que lo alimenta: de allí su terquedad, o su miedo, a que el otro «le gane».

Como lo dice Ken Wilber, «un narcisismo o un ego grande son proporcionales a una escasez de desarrollo evolutivo: a más ego, menos conciencia». Antes de una discusión, debate o análisis, me gusta sondear si la persona quiere llegar a la verdad o tener la razón; en ocasiones lo pregunto directamente y esto genera un efecto fantástico en la consciencia (la mía y la del otro), porque normalmente caen en cuenta de sus pretenciones y abren su consciencia. Luego de que ya eres consciente, es natural que te hagas responsable.

Me he referido varias veces a «la verdad», pero lo más fascinante de ella es que, aunque la hallemos, nos daremos cuenta de que tiene matices, es profunda, nos abre a más preguntas y nos impulsa a explorar más. Un libro te lleva a otros, una pregunta y su respuesta te lleva a más preguntas y más respuestas.

La religión y cualquier ideología tiene la razón, tiene todas las respuestas, cerró toda posibilidad. Espiritualidad es cuando te preguntas por la verdad superior y la subyacente, es ahí cuando te das cuenta de que la verdad es Dios experimentándose ilimitadamente sí mismo.

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